martes, 1 de julio de 2014

Publicación en el Sol de Irapuato. Los precipistas enamorados



El pasado lunes 23 de julio me publicaron un cuento inédito en el diario El Sol de Irapuato. Muchas gracias al escritor Jaime Panqueva y al equipo que hace posible la publicación de La Trinca. Los dejo con el texto Los precipistas enamorados.

LOS PRECIPISTAS ENAMORADOS
 

Hay que sacudirse un poco
el crecimiento del vacío
Mejor tener siempre suelo
Porque toda caída es raíz





¿De veras te gusta mirar? No me refiero a, por ejemplo, esa chica que va allá; es fácil voltear a verla: piernas largas, carnudas, y avance rítmico hacia su trabajo en el jardín de niños, sonrisa en los labios de caramelo sobre manzana cuando saluda a sus alumnos. Juras que has visto (y tomado) su cintura en el cuello de una botella de Carmenere.
O, si eres mujer, te sería fácil mirar a ese joven: pantalones apretados, nalgas como un par de rocas que trazan la ruta de un derrumbe horizontal. No, no me refiero a ese tipo de cosas, sino a mirar el mapa que los malabares de la vida dejan en las personas. Mira, justo ahí va todo un ejemplo. Sí, ese señor que va tambaleándose. Es una antorcha humana que ya se quemó el corazón y su cuerpo sucumbe al lento incendio de su mente.
            Se llamaba Goyo. De niño vio pasar el circo frente a su ventana, escapó con la compañía. Fue barrendero, cargador, ayudante general hasta que miró por primera vez unas piernas largas que le hicieron pensar en raíces, una mirada que se robaba las luces y las ponía a hacer suertes dentro del ojo, una boca torpe para hablar pero que con seguridad sabría besar con el sabor de los secretos, todo eso bajo el nombre de Vulcania, la chica que halló la forma de domesticar el aire y cortejarlo con sus acrobacias. Goyo se volvió trapecista con tal de conquistarla. Vulcania supo mirar en Goyito al tipo torpe para el trapecio, inmaduro, pero también al chico que dejó toda su vida atrás, al aventado que tenía por vicio abusar de la buena suerte. Pronto se volvieron pareja. En los vértigos de la gravedad y el amor fueron anunciados como Humante y Vulcania: la erupción humana más grande que hayan visto los vientos de Santa Paz, Guanajuato.
Para ellos era un horror enfrentarse, en tierra firme, con la peligrosa altura del hambre. Pero los aires eran materia prima para su felicidad y en ellos fincaron las leyendas de su ardor.
            Fueron de gira por doquier, grandes y pequeñas ciudades los recibieron como misioneros del asombro.
            Vamos a seguir a Goyo-Humante, vente, fíjate cómo tantos años de recibir aplausos le reafirmaron las comisuras de la sonrisa; aunque esté serio se le notan en las mejillas las huellas, como pisadas, de todos los jalones de la sonrisa. Pero sus ojos -que siguen viendo todo un bosque hecho con las sombras de sus accidentes, borracheras, carencias y sufrimientos con Vulcania- van siempre húmedos como las conservas de dos frutos del infortunio. Y es que a aquel Goyo-Humante le llegó pronto la vejez de su buena suerte y fue perdiendo piso y aire, la cosecha del equilibrio fue cada vez más dura para ese par de trapecistas que fueron echados del circo.
La última temporada se habían vuelto precipistas: se arriesgaban al grado de representar el suicidio de dos ángeles danzantes, caían a la red de protección y se acababa su espectáculo; pero en realidad la caída continuaba en los precipicios de las pupilas de un público que jamás los vio besarse. 
            Luego, el calor que aún se tenían el uno al otro los invitó a tirarse juntos de la presa de aquí, de Santa Paz, Guanajuato. Ahí es a donde vamos siguiendo a Goyo-Humante, pues sólo Vulcania tuvo el valor para arrojarse a ese gran vacío lleno de aguas tristes.
            Desde entonces le decimos Gregoriloco. Brinca como simio desde los árboles del jardín principal, trata de dar piruetas en el aire, o llorar volando como las abejas sordas, o quizá practica para retornar al circo.
Está parado al borde de la presa. No, no intentes detenerlo. ¿Ves cómo le tiemblan los labios? Estará recordando eso que se decía de ellos dos: que practicaban todos los días sus suertes aéreas. Que se columpiaban jaloneándose la ropa, quedando desnudos igual que el tiempo, el sudor era una lluvia fina que derramaban en trazos sobre el suelo: declaración de amor de dos nubes. Tan rápidos eran en las acrobacias que en cada ir y venir, aparte de hacer las maniobras del oficio, se acariciaban. Sus mentes trabajaban tan veloces que veían, sentían y vivían todo en cámara lenta.
Nadie los vio besarse en el aire, pero Goyo ahora mueve los labios como besando estas gotitas que apenas caen como pie de cría que la lluvia trae. Estoy seguro de que Humante y Vulcania dejaban de ver al mundo mientras se balanceaban en el aire, o mejor dicho en el aroma que iban anudando como una hamaca invisible, arácnida, para luego intercalar los acercamientos de sus cuerpos con las separaciones, masajear un muslo grueso y brillante, transpirado, que hacía pensar que Vulcania retoñaba raíces hacia las tormentas, luego ella cerraba los ojos y abría los secretos de sus labios para trazar humedades en el vientre tonificado de Humante. En cada columpiarse abrían sus piernas y balanceaban sus pelvis, mordisqueaban, chupaban o apretaban una nalga, un seno, un miembro, para luego montarse uno sobre el otro como dos libélulas apareándose cinéticas sobre la boca de la muerte.
Goyo ahora está sólo frente al borde de la presa, se desnuda, gime, si la llovizna nos dejara, veríamos sus pupilas dilatadas, lentas en ver lo que sucede rápido para nosotros. A lo mejor encuentra en cada gota un espejo, una esquirla del Cielo, el humor de una glándula del ángel que se llamaba Vulcania y que se aventó a la presa antes que él.
Nadie nunca vio a Vulcania y Humante hacerse un solo cuerpo en el aire, ni si los ruidos nocturnos del circo eran complementados por los de otra pareja, una que devoraba riesgos, que sabía que el público siempre tiene tanta fe en la caída de un acróbata como en la de un amor.
Goyo-Humante por fin parece recibir la visita de su vieja buena suerte y se para de puntas al borde del último diente de la boca de la muerte: la presa de Santa Paz, Guanajuato. Lo oímos gritar y lo vemos borrado por el abismo lloviznado. Corremos. Va cayendo apoyado de la lluvia. ¿Habrá aprendido del contorsionista del circo a ocupar el espacio de una familia de gotitas de agosto? El mundo se le escapa para arriba a Goyo y nosotros con éste. Se nos queda el recuerdo de Goyo, pero Humante se va a la muerte, quizá ella era su buena suerte de la que siempre abusó. ¿Sabe Humante algo que nosotros no? ¿Vulcania se había dejado caer al lomo del agua para remontar luego al Cielo? ¿Y ella, ahora entonces, subida al Cielo, puede arrojarse como hada precipista hacia abajo, a la boca de la vida, para encontrarse despacio con Humante y su cuerpo-hogar? Vámonos, está arreciando el temporal. Ya no se ve nada.
No sé si Humante y Vulcania tuvieron hijos en el circo, sólo sé que en la presa de Santa Paz, Guanajuato, flotan bolsas de plástico, latas de cerveza, hojas y unas cuantas raíces.