El pasado lunes 23 de julio me publicaron un cuento inédito en el diario El Sol de Irapuato. Muchas gracias al escritor Jaime Panqueva y al equipo que hace posible la publicación de La Trinca. Los dejo con el texto Los precipistas enamorados.
LOS PRECIPISTAS ENAMORADOS
Hay que sacudirse un poco
el crecimiento del vacío
Mejor tener siempre suelo
Porque toda caída es raíz
¿De veras te gusta mirar? No me refiero a, por ejemplo,
esa chica que va allá; es fácil voltear a verla: piernas largas, carnudas, y
avance rítmico hacia su trabajo en el jardín de niños, sonrisa en los labios de
caramelo sobre manzana cuando saluda a sus alumnos. Juras que has visto (y
tomado) su cintura en el cuello de una botella de Carmenere.
O, si eres mujer, te sería fácil mirar
a ese joven: pantalones apretados, nalgas como un par de rocas que trazan la
ruta de un derrumbe horizontal. No, no me refiero a ese tipo de cosas, sino a
mirar el mapa que los malabares de la vida dejan en las personas. Mira, justo
ahí va todo un ejemplo. Sí, ese señor que va tambaleándose. Es una antorcha
humana que ya se quemó el corazón y su cuerpo sucumbe al lento incendio de su
mente.
Se
llamaba Goyo. De niño vio pasar el circo frente a su ventana, escapó con la
compañía. Fue barrendero, cargador, ayudante general hasta que miró por primera
vez unas piernas largas que le hicieron pensar en raíces, una mirada que se
robaba las luces y las ponía a hacer suertes dentro del ojo, una boca torpe
para hablar pero que con seguridad sabría besar con el sabor de los secretos,
todo eso bajo el nombre de Vulcania, la chica que halló la forma de domesticar
el aire y cortejarlo con sus acrobacias. Goyo se volvió trapecista con tal de
conquistarla. Vulcania supo mirar en Goyito al tipo torpe para el trapecio,
inmaduro, pero también al chico que dejó toda su vida atrás, al aventado que
tenía por vicio abusar de la buena suerte. Pronto se volvieron pareja. En los
vértigos de la gravedad y el amor fueron anunciados como Humante y Vulcania: la
erupción humana más grande que hayan visto los vientos de Santa Paz,
Guanajuato.
Para ellos era un horror enfrentarse,
en tierra firme, con la peligrosa altura del hambre. Pero los aires eran
materia prima para su felicidad y en ellos fincaron las leyendas de su ardor.
Fueron
de gira por doquier, grandes y pequeñas ciudades los recibieron como misioneros
del asombro.
Vamos a
seguir a Goyo-Humante, vente, fíjate cómo tantos años de recibir aplausos le
reafirmaron las comisuras de la sonrisa; aunque esté serio se le notan en las
mejillas las huellas, como pisadas, de todos los jalones de la sonrisa. Pero
sus ojos -que siguen viendo todo un bosque hecho con las sombras de sus
accidentes, borracheras, carencias y sufrimientos con Vulcania- van siempre
húmedos como las conservas de dos frutos del infortunio. Y es que a aquel
Goyo-Humante le llegó pronto la vejez de su buena suerte y fue perdiendo piso y
aire, la cosecha del equilibrio fue cada vez más dura para ese par de
trapecistas que fueron echados del circo.
La última temporada se habían vuelto
precipistas: se arriesgaban al grado de representar el suicidio de dos ángeles
danzantes, caían a la red de protección y se acababa su espectáculo; pero en
realidad la caída continuaba en los precipicios de las pupilas de un público
que jamás los vio besarse.
Luego,
el calor que aún se tenían el uno al otro los invitó a tirarse juntos de la
presa de aquí, de Santa Paz, Guanajuato. Ahí es a donde vamos siguiendo a
Goyo-Humante, pues sólo Vulcania tuvo el valor para arrojarse a ese gran vacío
lleno de aguas tristes.
Desde entonces
le decimos Gregoriloco. Brinca como simio desde los árboles del jardín
principal, trata de dar piruetas en el aire, o llorar volando como las abejas
sordas, o quizá practica para retornar al circo.
Está parado al borde de la presa. No,
no intentes detenerlo. ¿Ves cómo le tiemblan los labios? Estará recordando eso
que se decía de ellos dos: que practicaban todos los días sus suertes aéreas.
Que se columpiaban jaloneándose la ropa, quedando desnudos igual que el tiempo,
el sudor era una lluvia fina que derramaban en trazos sobre el suelo:
declaración de amor de dos nubes. Tan rápidos eran en las acrobacias que en
cada ir y venir, aparte de hacer las maniobras del oficio, se acariciaban. Sus
mentes trabajaban tan veloces que veían, sentían y vivían todo en cámara lenta.
Nadie los vio besarse en el aire, pero
Goyo ahora mueve los labios como besando estas gotitas que apenas caen como pie
de cría que la lluvia trae. Estoy seguro de que Humante y Vulcania dejaban de
ver al mundo mientras se balanceaban en el aire, o mejor dicho en el aroma que
iban anudando como una hamaca invisible, arácnida, para luego intercalar los acercamientos
de sus cuerpos con las separaciones, masajear un muslo grueso y brillante,
transpirado, que hacía pensar que Vulcania retoñaba raíces hacia las tormentas,
luego ella cerraba los ojos y abría los secretos de sus labios para trazar
humedades en el vientre tonificado de Humante. En cada columpiarse abrían sus
piernas y balanceaban sus pelvis, mordisqueaban, chupaban o apretaban una
nalga, un seno, un miembro, para luego montarse uno sobre el otro como dos
libélulas apareándose cinéticas sobre la boca de la muerte.
Goyo ahora está sólo frente al borde
de la presa, se desnuda, gime, si la llovizna nos dejara, veríamos sus pupilas
dilatadas, lentas en ver lo que sucede rápido para nosotros. A lo mejor
encuentra en cada gota un espejo, una esquirla del Cielo, el humor de una
glándula del ángel que se llamaba Vulcania y que se aventó a la presa antes que
él.
Nadie nunca vio a Vulcania y Humante
hacerse un solo cuerpo en el aire, ni si los ruidos nocturnos del circo eran
complementados por los de otra pareja, una que devoraba riesgos, que sabía que
el público siempre tiene tanta fe en la caída de un acróbata como en la de un
amor.
Goyo-Humante por fin parece recibir la
visita de su vieja buena suerte y se para de puntas al borde del último diente
de la boca de la muerte: la presa de Santa Paz, Guanajuato. Lo oímos gritar y
lo vemos borrado por el abismo lloviznado. Corremos. Va cayendo apoyado de la
lluvia. ¿Habrá aprendido del contorsionista del circo a ocupar el espacio de
una familia de gotitas de agosto? El mundo se le escapa para arriba a Goyo y
nosotros con éste. Se nos queda el recuerdo de Goyo, pero Humante se va a la
muerte, quizá ella era su buena suerte de la que siempre abusó. ¿Sabe Humante
algo que nosotros no? ¿Vulcania se había dejado caer al lomo del agua para
remontar luego al Cielo? ¿Y ella, ahora entonces, subida al Cielo, puede
arrojarse como hada precipista hacia abajo, a la boca de la vida, para
encontrarse despacio con Humante y su cuerpo-hogar? Vámonos, está arreciando el
temporal. Ya no se ve nada.
No sé si Humante y Vulcania tuvieron hijos en el
circo, sólo sé que en la presa de Santa Paz, Guanajuato, flotan bolsas de
plástico, latas de cerveza, hojas y unas cuantas raíces.